martes, 6 de marzo de 2012

PALABRAS PARA HECTOR (I)




Mira; yo siento cómo distancio,
cómo pierdo lo antiguo, hoja tras hoja.
Sólo tu sonrisa permanece como muchas estrellas
sobre ti, y pronto también sobre mí.
   
 Rilke


Me encontraron peinando su largo cabello negro. Cepillándolo una y otra vez, mientras lo alejaba de la sangre que goteaba desde sus muñecas hasta el suelo gris de linóleo.  Siempre cepillaba  el pelo de mamá antes de ir a dormir mientras ella me contaba una y otra vez el cuento de Momotarö, el niño nacido de un melocotón.  Aquella vez fue distinto, yo le conté el cuento a mamá, muy bajito, mientras anudaba su trenza por última vez. Una trenza perfecta.

Cuando me llevaron lejos de aquel cuarto de baño, de nuestra casa en Chikura, de mi hermoso mar azul  y de nuestros cerezos, nunca volví  a ser la misma y mi padre tampoco. Yo aprendí a disimular la tristeza, a seguir sonriendo,  papá aprendió a disimular que bebía, y los dos aprendimos que la vida continúa implacable, arrasando todo aquello que no quiere fluir con ella y devorándonos poco a poco.  A papá le devoró hasta la tumba.
.
Dos años después de trasladarnos a Oxford papá murió en un accidente de tráfico. Yo sólo tenía 12 años, un clarinete que ya no tocaba y una bolsa pequeñita de terciopelo azul que acariciaba continuamente mientras el rector de la universidad soltaba un discurso acerca de lo buena persona que era mi padre y lo sorpresiva que había sido su muerte. Mentía. Todos mentimos cuando alguien se muere. Yo también mentía. Hacía como si no supiera que papá ya llevaba muriéndose dos años. Uno no se muere cuando se le para el corazón sino cuando deja simplemente de vivir.

 Te conocí aquella tarde del cuatro de noviembre. Me mirabas desde el otro lado de la tumba, en aquel cementerio viejo y repleto de extraños que lloraban a un desconocido. Yo no lloraba. Ya no. Mamá se llevó todas las lágrimas.  Escuchaba una y otra vez las mismas palabras huecas de consuelo de cientos de individuos  bienintencionados,  mientras acariciaba suavemente el colgante de terciopelo y huía en  mi cabeza a otros mundos, mundos perfectos en los que los padres viven, los noviembres son cálidos y las niñas sonríen.

Llegaste tú y me miraste con esos ojos oscuros. Siempre tuviste una forma distinta de mirar, como si quisieras despellejarme por dentro, capa a capa, desmenuzarlas todas, y analizarlas como hacías con esos proyectos en los que trabajabas con papá en la universidad. No dijiste nada, tan sólo deslizaste un papel con un número de teléfono entre mis manos cambiando con ese gesto el resto de mi vida, pero no lo suficiente, porque yo tenía un plan.


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