MHANSEON - los relatos


 VEN AKANE



 - Ven Akane.


Las palabras llegaron desde detrás de la puerta del salón principal. La voz oscura y profunda no dejaba lugar a dudas, Héctor  esperaba y – como bien sabía ella – a Héctor no se le podía hacer esperar. Su menudo cuerpo caminó trémulo hasta el salón. La moneda de cambio con la que habría de pagar su estancia en la Mansión era su propio cuerpo y aquel era el momento de empezar a pagar.

“Cuerpo, silencio, entrega”  Esas eran las tres  palabras que tenían la llave de la Mansión, aquel lugar que existía como una promesa oscura de calma. El lugar al que acudían los atormentados, los necesitados del susurro y del regazo suave del olvido. El lugar donde los sueños que ya no podían ser soñados se marchitaban definitivamente y huían. El cementerio de los secretos.

Todos ellos habían recibido la carta unos días atrás. Cuando Akane tuvo en sus manos aquel sobre negro, se estremeció de esa forma en que dicen que te estremeces cuando alguien pasea sobre tu tumba. Leía las palabras de Héctor y casi podía saborear el recuerdo de su voz, aquella voz suave e hipnótica que antaño le regalaba poemas. Esa voz tan distinta a la voz firme y autoritaria del Héctor que aguardaba tras la puerta.

- Ven Akane.

Encontró a Héctor sentado junto  a la chimenea en un amplio sillón de cuero negro.  En una de sus manos un cigarro se desvanecía, mientras su otra mano jugueteaba con un extraño tintero de  plata que reposaba sobre una mesa cercana, en donde también  había un pequeño pincel y una taza de café humeante.

Frente a él, un diván recibía el suave resplandor del fuego, única fuente de luz de la habitación. "Luces y sombras", pensó Akane , "qué buena metáfora de mi vida". 

Sin decir una sola palabra se acercó al diván. Ya sabía lo que debía hacer. Todo había quedado claramente detallado en la carta. Lo que no sabía eran las consecuencias, pero poco le importaban. Mientras observaba el fuego, casi en trance,  Akane empezó a desnudarse. Una a una todas las prendas cayeron al suelo, como elementos inútiles de una escena, de un soliloquio para el que no era necesario ningún aderezo.  Una vez desnuda, soltó su largo cabello negro y se tumbó en el sofá con los brazos a ambos lados de su cuerpo, nerviosa, expuesta. Cerró los ojos para no observar a Héctor que se acercaba hasta ella despacio, muy despacio, con el tintero y el pincel en la mano. El silencio sólo matizado por el suave crepitar de las llamas, se vio interrumpido por  la voz de Héctor que acercando su boca al oído de Akane susurró muy quedamente: 
  
Pequeña Akane:
Los secretos son como las enredaderas:
Si los entierras, prenden.
Si los abonas, crecen.
El deseo los alimenta.
Se enroscan a tu cuerpo 
y  te asfixian si los ocultas.
Llevarás en tu cuerpo tus secretos día y noche.
Los llevarás expuestos a la luz y a la intemperie,
hasta que no duelan, hasta que se borren,
hasta que creas.

Y entonces Akane volvió el rostro hacia Héctor y, sin abrir los ojos, acercó su boca hasta él y palabra por palabra fue desgranando su historia, su vergüenza, su deseo, su miedo, su secreto.  Cuando Akane calló y todos los sonidos volvieron a reducirse al murmullo de su pecho agitado y a la cadencia suave del fuego, Héctor mojó la pluma en el tintero y empezó a escribir.

Escribió durante toda la noche pequeñas letras negras sobre el níveo cuerpo. Los secretos cubrieron sus manos, sus piernas, su vientre, su pecho, la curva de su cuello, sus mejillas. Toda su piel quedó invadida de esas pequeñas arañas negras.
Al llegar el alba Héctor firmó su obra, una suave pincelada en el vientre de Akane en forma de hache fue su último gesto antes de salir de la habitación.

Sobre la mesa una nota: “Alguien vendrá a cuidarte”.

Ella cerró los ojos y aguardó.
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PALABRAS PARA HECTOR (I)

Mira; yo siento cómo distancio,
cómo pierdo lo antiguo, hoja tras hoja.
Sólo tu sonrisa permanece como muchas estrellas
sobre ti, y pronto también sobre mí.
Rilke.

Me encontraron peinando su largo cabello negro. Cepillándolo una y otra vez, mientras lo alejaba de la sangre que goteaba desde sus muñecas hasta el suelo gris de linóleo.  Siempre cepillaba  el pelo de mamá antes de ir a dormir mientras ella me contaba una y otra vez el cuento de Momotarö, el niño nacido de un melocotón.  Aquella vez fue distinto, yo le conté el cuento a mamá, muy bajito, mientras anudaba su trenza por última vez. Una trenza perfecta.


Cuando me llevaron lejos de aquel cuarto de baño, de nuestra casa en Chikura, de mi hermoso mar azul  y de nuestros cerezos, nunca volví  a ser la misma y mi padre tampoco. Yo aprendí a disimular la tristeza, a seguir sonriendo,  papá aprendió a disimular que bebía, y los dos aprendimos que la vida continúa implacable, arrasando todo aquello que no quiere fluir con ella y devorándonos poco a poco.  A papá le devoró hasta la tumba.


Dos años después de trasladarnos a Oxford papá murió en un accidente de tráfico. Yo sólo tenía 12 años, un clarinete que ya no tocaba y una bolsa pequeñita de terciopelo azul que acariciaba continuamente mientras el rector de la universidad soltaba un discurso acerca de lo buena persona que era mi padre y lo sorpresiva que había sido su muerte. Mentía. Todos mentimos cuando alguien se muere. Yo también mentía. Hacía como si no supiera que papá ya llevaba muriéndose dos años. Uno no se muere cuando se le para el corazón sino cuando deja simplemente de vivir.


Te conocí aquella tarde del cuatro de noviembre. Me mirabas desde el otro lado de la tumba, en aquel cementerio viejo y repleto de extraños que lloraban a un desconocido. Yo no lloraba. Ya no. Mamá se llevó todas las lágrimas.  Escuchaba una y otra vez las mismas palabras huecas de consuelo de cientos de individuos  bienintencionados,  mientras acariciaba suavemente el colgante de terciopelo y huía en  mi cabeza a otros mundos, mundos perfectos en los que los padres viven, los noviembres son cálidos y las niñas sonríen.


Llegaste tú y me miraste con esos ojos oscuros. Siempre tuviste una forma distinta de mirar, como si quisieras despellejarme por dentro, capa a capa, desmenuzarlas todas, y analizarlas como hacías con esos proyectos en los que trabajabas con papá en la universidad. No dijiste nada, tan sólo deslizaste un papel con un número de teléfono entre mis manos cambiando con ese gesto el resto de mi vida, pero no lo suficiente, porque yo tenía un plan.