miércoles, 15 de febrero de 2012

AKANE

- Ven Akane. 

Las palabras llegaron desde detrás de la puerta del salón principal. La voz oscura y profunda no dejaba lugar a dudas, Héctor  esperaba y – como bien sabía ella – a Héctor no se le podía hacer esperar. Su menudo cuerpo caminó trémulo hasta el salón. La moneda de cambio con la que habría de pagar su estancia en la Mansión era su propio cuerpo y aquel era el momento de empezar a pagar.

“Cuerpo, silencio, entrega”  Esas eran las tres  palabras que tenían la llave de la Mansión, aquel lugar que existía como una promesa oscura de calma. El lugar al que acudían los atormentados, los necesitados del susurro y del regazo suave del olvido. El lugar donde los sueños que ya no podían ser soñados se marchitaban definitivamente y huían. El cementerio de los secretos.

Todos ellos habían recibido la carta unos días atrás. Cuando Akane tuvo en sus manos aquel sobre negro, se estremeció de esa forma en que dicen que te estremeces cuando alguien pasea sobre tu tumba. Leía las palabras de Héctor y casi podía saborear el recuerdo de su voz, aquella voz suave e hipnótica que antaño le regalaba poemas. Esa voz tan distinta a la voz firme y autoritaria del Héctor que aguardaba tras la puerta.

- Ven Akane.

Encontró a Héctor sentado junto  a la chimenea en un amplio sillón de cuero negro.  En una de sus manos un cigarro se desvanecía, mientras su otra mano jugueteaba con un extraño tintero de  plata que reposaba sobre una mesa cercana, en donde también  había un pequeño pincel y una taza de café humeante.

Frente a él, un diván recibía el suave resplandor del fuego, única fuente de luz de la habitación. "Luces y sombras", pensó Akane , "qué buena metáfora de mi vida". 

Sin decir una sola palabra se acercó al diván. Ya sabía lo que debía hacer. Todo había quedado claramente detallado en la carta. Lo que no sabía eran las consecuencias, pero poco le importaban. Mientras observaba el fuego, casi en trance,  Akane empezó a desnudarse. Una a una todas las prendas cayeron al suelo, como elementos inútiles de una escena, de un soliloquio para el que no era necesario ningún aderezo.  Una vez desnuda, soltó su largo cabello negro y se tumbó en el sofá con los brazos a ambos lados de su cuerpo, nerviosa, expuesta. Cerró los ojos para no observar a Héctor que se acercaba hasta ella despacio, muy despacio, con el tintero y el pincel en la mano. El silencio sólo matizado por el suave crepitar de las llamas, se vio interrumpido por  la voz de Héctor que acercando su boca al oído de Akane susurró muy quedamente: 
  
Pequeña Akane:
Los secretos son como las enredaderas:
Si los entierras, prenden.
Si los abonas, crecen.
El deseo los alimenta.
Se enroscan a tu cuerpo 
y  te asfixian si los ocultas.
Llevarás en tu cuerpo tus secretos día y noche.
Los llevarás expuestos a la luz y a la intemperie,
hasta que no duelan, hasta que se borren,
hasta que creas.

Y entonces Akane volvió el rostro hacia Héctor y, sin abrir los ojos, acercó su boca hasta él y palabra por palabra fue desgranando su historia, su vergüenza, su deseo, su miedo, su secreto.  Cuando Akane calló y todos los sonidos volvieron a reducirse al murmullo de su pecho agitado y a la cadencia suave del fuego, Héctor mojó la pluma en el tintero y empezó a escribir.

Escribió durante toda la noche pequeñas letras negras sobre el níveo cuerpo. Los secretos cubrieron sus manos, sus piernas, su vientre, su pecho, la curva de su cuello, sus mejillas. Toda su piel quedó invadida de esas pequeñas arañas negras.
Al llegar el alba Héctor firmó su obra, una suave pincelada en el vientre de Akane en forma de hache fue su último gesto antes de salir de la habitación.

Sobre la mesa una nota: “Alguien vendrá a cuidarte”.

Ella cerró los ojos y aguardó.



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